Editorial de El Nuevo Día
21-Diciembre-2006
La despiadada crueldad de la pena capital se sintió con todo su injusto rigor en la persona del puertorriqueño Ángel Nieves Díaz la semana pasada en el estado de Florida.
Para resaltar en primer plano su tejido irracional y su rostro absoluto de insensibilidad, ese recurso de castigo no necesitó ni siquiera la ayuda de sus detractores, porque la sesión de tortura en que se convirtió su aplicación a Nieves Díaz retrató fielmente las razones por las que tan bárbara práctica no debe tener cabida en la civilización.
Tan estremecedores fueron los acontecimientos que el gobernador Jeb Bush, quien se negó a conmutar la sentencia fatal, tuvo que suspender hasta nuevo aviso ese método de la inyección, cuando la autopsia al cadáver de Nieves Díaz reveló que los verdugos perforaron el tejido muscular del reo, impidiendo la circulación de los químicos por la sangre.
Todo indica que fue esto, y no la desmentida versión de la dolencia hepática del reo, lo que impidió el efecto inmediato de la droga letal, que se prolongó por 34 minutos y en forma tal que la agonía de Nieves Díaz lanzó por el suelo la teoría de que ese método, aplicado en las ejecuciones desde 1982 en Estados Unidos, provoca una muerte indolora.
Las afirmaciones de quienes alegan esa teoría de la “muerte sin dolor” parecen transitar en dirección opuesta a los verdaderos hechos.
Los indicios en su contra y las dudas razonables no han surgido solamente en la Florida, donde, por lo demás, fue eliminado el uso de la silla eléctrica al incendiárseles las cabezas a dos reclusos en plena ejecución en la década de 1990 y donde, con un tercero, se vivió una escena dantesca en el año 2000.
Las autoridades de la Florida están obligadas a conducir con seriedad la investigación relacionada con los hechos o los “errores” que agigantaron la magnitud de la tragedia el pasado 13 de diciembre en la cámara de ejecuciones de la penitenciaría estatal de Raiford.
Pero no se vaya a pensar que las secuelas de la barbarie empiezan y terminan en la Florida. Claro que no.
Dos días después de la ejecución del reo boricua y atendiendo el caso de otro recluso hispano, Michael Morales, el juez federal Jeremy Fogel, de San José, detuvo las inyecciones letales en California, reflejo de las grandes preocupaciones que ganan terreno contra esa atrocidad.
Somos conscientes de que si la pena de muerte existe como método de castigo en Estados Unidos, ‑exactamente en 38 de sus estados y a nivel federal para determinados crímenes‑, ha sido por decisión de sus cuerpos legislativos que han actuado con el apoyo de una gran mayoría de los ciudadanos estadounidenses, según lo sostienen las encuestas.
Nos alienta, sin embargo, que en los últimos tiempos ese apoyo de la ciudadanía a la pena de muerte ha ido bajando hasta ser superado por primera vez, 48% a 47%, por la opción de la cadena perpetua, según estudios de la compañía Gallup.
Y desde nuestra perspectiva, el que la pena capital exprese la voluntad de la mayoría no le quita su carácter extremo, vengativo, inhumano y antidemocrático.